Es cierto que la ciencia necesita financiación, como bien han demostrado en India que, tras 20 años de inversión en ciencia y desarrollos técnicos, ha conseguido alunizar en el polo sur de nuestro satélite.
El primer mecanismo que proponen en la publicación científica británica Nature es aproximar a los científicos a las políticas del Gobierno. Algo que el profesor Santiago Grisolía diseñó hace más de 25 años y que se consolidó durante el gobierno de Zaplana en el Alto Consejo Consultivo en I+ D+ i de la Generalitat Valenciana.
Los autores del artículo proponen que incluyan economistas en estos think tanks, como lo es el profesor Javier Quesada, sucesor de D. Santiago. Aunque creo que su labor se asemeja más a la de un lobby, entidad a la que los españoles no estamos acostumbrados, pero que se evidencia necesaria para la ciencia.
En el mismo artículo se menciona que los investigadores financiados a título personal por algún premio suelen publicar descubrimientos más innovadores que los que se financian por ayudas de la Administración. Lo que explica que los galardonados con los Jaime I sigan publicando en los más altos niveles de excelencia.
Quizá hace falta un lobby de enlace entre el Alto Consejo y los políticos, pero este órgano debiera ser escuchado ahora que deberíamos celebrar el centenario del nacimiento del profesor Grisolía. Sobre todo, porque éste es el año de la Ciencia Abierta, concepto desarrollado durante la última década y avalado por instituciones como la Royal Society o la UNESCO.
Creo que a Santiago Grisolía y a Severo Ochoa les hubiera encantado el concepto de Ciencia Abierta, puesto que ambos crearon sendas fundaciones para que la sociedad conociera la ciencia.
Esa mayor apertura en la divulgación de los resultados científicos se convirtió en una demanda social en los albores del siglo XXI, con las revistas de libre acceso, que tanto defiende el doctor Randy Schekman, Nobel de Medicina en 2013.
Lo que pretenden es que pueda leerse un artículo científico sin necesidad de pago. Ello favorece a los países más pobres (y los peor financiados, como España) para el acceso a información relevante para el desarrollo de nuevos experimentos.
La creciente concienciación social sobre el papel de la ciencia en la subsistencia de la especie humana es la razón de que, en ausencia de crecientes inversiones gubernamentales, se proponga un movimiento por el que la sociedad presione a los políticos para un aumento de fondos.
Y no sólo eso, sino que, a través de fundaciones transparentes y acreditadas, como la del Premio Rey Jaime I, la Asociación Española contra el Cáncer, la Fundación Carmen y Severo Ochoa, y muchas otras, la sociedad pueda hacer donaciones que potencien líneas de investigación que socialmente son necesarias.
Sin olvidar la imperiosa obligación de actualizar e incrementar la educación científica de los jóvenes. Las matemáticas, la física, la biología y la ciencia de materiales, por no decir la química, no son actividades de mentes ociosas, que durante siglos han tenido el privilegio de dedicarse a descubrir. La ciencia es la herramienta para subsistir en unas condiciones dignas, y por eso debe enseñarse.
Fernando Macián Juan, un hombre de armonía y paz
La ciencia ayuda a la igualdad y el bienestar social, y ello es fuente de riqueza, no sólo material, sino especialmente anímica. Y eso, en un momento en el que los suicidios han aumentado de forma alarmante, debiera ser una imposición social.
Pero requiere, también, un cambio en el modelo del científico, y aquí nosotros tenemos que esforzarnos: debemos pasar de personas que buscan la gloria a aquellas que se entregan al bienestar de los demás. Pensé que eso apenas estaba en la naturaleza humana, pero tengo un ejemplo que, desgraciadamente, nos ha abandonado este año: el doctor Fernando Macián Juan, un hombre de armonía y paz.
Estudió Medicina en la Facultad de Valencia, en una promoción llena de personas de muy alto coeficiente intelectual que decidieron dedicarse a la ciencia (Carlos Hermenegildo, Ana María Cuervo, Ángel Raya…).
Optaron por formarse en el Instituto de Investigaciones Citológicas que dirigía el Dr. Grisolía. Fernando siempre fue paritario, así que, lejos de prejuicios, optó por una mujer como directora de su tesis, la Dra. María Eugenia Armengod, entonces uno de los más brillantes nombres en genética.
Durante los años 90, publicó importantes artículos con ella, Ignacio Pérez Roger, Magda Villarroya, Javier Chaves, Hugo Cabedo o Juan P. Navarro, sobre la regulación de expresión de los genes.
Pero nunca presumió de la calidad de sus trabajos y siempre dispuso de tiempo para cuidar de sus amigos, especialmente del amor de su vida, su esposa años después, y de apoyarnos a todos en los momentos de crisis.
Su excelente labor le permitió trasladarse a Harvard primero y, años después, incorporarse al Albert Einstein College of Medicine de Nueva York, donde se convirtió en catedrático de Patología e investigador del Montefiore Einstein Cancer Center y del Institute for Aging Research.
Sus trabajos en inmunología han contribuido a mejorar los tratamientos de ciertos cánceres y a entender el proceso de envejecimiento humano, al igual que la respuesta a diversas infecciones. Nos dejó el pasado mayo, rompiéndonos, como un terremoto, a todos los amigos.
Por él, por D. Santiago, por D. Severo, pero sobre todo por nuestros hijos, debemos financiar la ciencia. No sólo para subir en la escala de Shanghai de universidades prestigiosas (donde nuestro baremo más pobre es la investigación científica, que sin fondos no se logra), especialmente, para recuperar a algunos de los egresados maravillosamente formados que dilapidamos en el exterior antes de que ya nunca vuelvan.