

Sin apenas terminar de desempaquetar los regalos de los Reyes Magos, el coronavirus vuelve a llenar los hospitales a un ritmo acelerado, sin que hayamos terminado de aligerar su ocupación tras la segunda ola de la pandemia.
Han pasado nueve meses desde la declaración de la pandemia y más de un año desde la aparición del primer caso en la localidad de Wuhan, una desconocida megaciudad china. Llevamos meses escondidos detrás de la mascarilla.
Hace días, se incorporaron varias personas a trabajar en mi servicio para continuar con las tareas de gestionar la realización de las pruebas PCR-Covid y para la gestión de las citas para la vacunación; esta mañana pensaba que a muchas no las reconoceré el día que nos quitemos la mascarilla, nunca les he visto la cara descubierta. Tremendo. Simultáneamente, cada día encuentro a más profesionales cansados y desanimados, tal vez eso explique el inusitado entusiasmo que muchos muestran ante la campaña de vacunación.
¿Hemos aprendido algo en este año? Es difícil de responder. Pese a las reiteradas advertencias y a las variadas restricciones, algunas bastante creativas, el virus sigue contagiando miles de personas cada día, en todos los países, sin que nadie pueda presentar mejores resultados.
La secuencia se repite cíclicamente; empiezan a subir los casos, los gobiernos filtran posibles medidas restrictivas, el virus continúa creciendo, los ciudadanos siguen las recomendaciones a su manera, llegan las medidas restrictivas, pasadas tres semanas empiezan a disminuir los casos, poco después se aligeran las restricciones y semanas después se inicia de nuevo el ciclo. Los ciclos no son simultáneos, en cada territorio, comunidad autónoma o país, igual da, pero son gemelos unos de otros.
Nadie ha encontrado la receta adecuada
Parece mentira que la sociedad más avanzada de la historia, la mejor informada, la que dispone de las tecnologías más sofisticadas, la que ha logrado los avances científicos más asombrosos, pierda decenas de miles de sus miembros cada día a causa de un virus que no representa, aparentemente, gran complejidad. Sin embargo, hoy no sabemos cuánto influye el número de horas de cierre de la hostelería o la duración del toque de queda, ni el impacto del uso o no de la mascarilla en la vía pública.
La impotencia de los técnicos-expertos y de los dirigentes políticos es manifiesta, como también lo son los errores cometidos desde el inicio de la crisis, baste recordar que ya en primavera había informes sólidos que sugerían la transmisión por aerosoles, pero no fue hasta el mes de noviembre cuando todos asumieron que ese tipo de transmisión formaba parte del mecanismo de contagio, del mismo modo que resulta inaudito que, muchos meses después, aún no esté generalizado el uso correcto de la mascarilla, la mascarilla adecuada, pero hay quienes prefieren las mascarillas modelo antes muerta que sencilla, pese a su reconocida ineficacia.
La evolución de la pandemia muestra que nadie ha encontrado la receta adecuada, incluso China, que llevaba meses sin declarar casos nuevos, empieza a ver crecer de nuevo los casos positivos.
Mientras discutimos a qué hora cerramos los bares y empieza el toque de queda, los casos siguen creciendo, esta vez sobre hospitales con un notable nivel de ocupación previo, con las UCI aún llenas de pacientes de la ola anterior. Un año después, seguimos con el recuento casi artesanal de los casos positivos y los ingresos hospitalarios, mientras repetimos las mismas propuestas de actuación que han mostrado su limitada eficacia.
Más persuasión y menos prohibición
La pregunta que nadie ha sido capaz de responder es ¿por qué la ciudadanía no hace un seguimiento riguroso de las medidas de protección? Alguna vez he comentado que hace falta más persuasión y menos prohibición, en el sentido de insistir con mensajes diferentes, segmentados según el perfil de personas o colectivos, tratando de impulsar un cambio de comportamiento de todos. Todo el mundo sabía que la prohibición de celebrar la Nochevieja iba a suponer que la fiesta empezase a mediodía, como así fue.
La gente de la mar sabe que las olas vienen en series de siete, vamos por la tercera, aún podemos encontrar la solución para aprender a vivir en modo pandemia.
Llama la atención, sin embargo, la ausencia de soluciones para que las actividades del día a día puedan hacerse en condiciones de seguridad. Existen sistemas para controlar la densidad y calidad del aire en los locales cerrados, existen mamparas para mejorar la separación y protección en los interiores, existen modos de viajar en condiciones de seguridad, por ejemplo.
No vemos nuestras propias experiencias de éxito, que las tenemos a la vista, concretamente, la enseñanza. Han sido pocos los brotes declarados en centros de enseñanza y universidades pese a los miles de alumnos y profesores que cada día intentan mantener la mayor normalidad posible; los protocolos aplicados están dando buenos resultados, porque se han meditado mucho, porque cada dirección de centro, junto con los profesores y asociaciones de padres y madres, han diseñado modelos de actuación adaptados a cada circunstancia, y están funcionando.
El ejemplo contrario son las residencias de personas mayores y centros sociosanitarios, donde, mes tras mes, se alcanzan altas cotas de incidencia y mortalidad, sin que nadie sea capaz de evitar ese doloroso relato.
Vivir en modo pandemia
Ya es inevitable cabalgar sobre la tercera ola sin una tabla que nos ayude a mantenernos en pie, nos toca, de nuevo, nadar y nadar hasta la orilla. Es de imperiosa necesidad reflexionar, tras esta nueva ola, y articular las medidas necesarias para poder vivir en modo pandemia.
La gente de la mar sabe que la séptima ola es la más fuerte, no debemos esperar, es preciso aplicar medidas en todos los sectores y reforzar las acciones de información y persuasión; no olvidemos que nosotros somos nuestra mejor vacuna, si seguimos las normas de protección.