

La filogenia estima en 64 millones de años o algo más, la fecha en que surgió el ancestro común más remoto (en adelante, MRCA, por las siglas en inglés) de los murciélagos. Los quirópteros son seres muy antiguos si los comparamos con los homínidos a los que pertenece el ser humano moderno (Homo sapiens sapiens).
Sin entrar en el complicado asunto del origen del hombre moderno, a efectos de esta disertación se puede aceptar la fecha de 2-2,5 millones de años como la más remota, cuando el Homo habilis se separó de los precedentes australopitecos. Por tanto, frente al murciélago, el ser humano es evolutivamente muy joven. Pero no lo es tanto su sistema inmunitario, una herencia de los vertebrados.
El otro contendiente del conflicto es el coronavirus. Los coronavirus son conocidos para la ciencia desde hace unos setenta años. Hasta hace solo veintidós años, la escena epidemiológica y clínica estaba ocupada por los cuatro virus respiratorios comunes (NL63, 229E, OC43 y HKU1) que causan infecciones ORL con predilección en los niños y adolescentes (Mandell, Douglas, and Bennett, 8ª ed., Cap. 157, págs. 1928-1936). En 2002 apareció el SARS, en 2012 el MERS y a finales de 2019 el SARS-CoV-2.
El árbol genealógico de los coronavirus humanos indica que su MRCA pudo surgir hace unos 10.000 años. Pero estudios algo más complejos y ajustados cifran la fecha mucho más atrás al suponer que el MRCA de los coronavirus apareció hace unos 300 millones de años. Un tiempo trascendente en la naturaleza por ser el momento evolutivo cuando los vertebrados y las aves divergieron. Es interesante saber que los vertebrados acogieron en sus entrañas a los coronavirus de los géneros Alfa y Beta, en tanto que las aves hicieron lo propio con los Gamma y Deltacoronavirus.
Por tanto, si se acepta lo anterior, los coronavirus también son veteranos de guerra, mucho más que los humanos, aunque menos que los murciélagos. No es difícil suponer que las relaciones entre ellos, además de antiguas, deben de ser complejas.
Muchos coronavirus de diversas especies y numerosos murciélagos de especies distintas conviven pacíficamente desde tiempos más remotos. En la actualidad se conocen 1447 especies de murciélagos. Algunas acogen en su seno a más de 60 especies de virus, entre ellos los coronavirus. Por ejemplo, SARS-CoV-1, MERS y SARS-CoV-2 están presentes en al menos 67 especies de murciélagos.
Algunos coronavirus detectados recientemente en murciélagos (Bat-CoVs) de Laos, Vietnam y China comparten más del 95% del genoma con el SARS-CoV-2, pero están muy alejados del SARS-CoV-2 en el árbol filogénico en comparación con la especie reservorio Rhinolophus affini (96,2% de homología). La pacífica convivencia (colonización, o presencia sin daño tisular) se debe a que los murciélagos han adaptado su primitivo sistema inmune innato de modo que han desarrollado tolerancia inmune frente a la presencia de los coronavirus en su saliva y otras secreciones, la sangre, las heces y los tejidos. Una tolerancia que no existe en el ser humano.
La inmunidad innata humana es muy antigua. Comparte receptores celulares y citosólicos, sensores intermediarios y moléculas efectoras (citocinas) con los animales inferiores y las plantas. En cuanto a la inmunidad adaptativa, es más reciente y sofisticada que la innata, pero también es veterana.
Una hipótesis vigente remonta su origen a la evolución de los peces con mandíbula tras suceder dos eventos evolutivos de importancia: la invasión de un transposón RAG (Gen Activador de la Recombinación) y dos duplicaciones genómicas totales (WGDs/Wide Genomic Duplications). Se especula que el sistema adaptativo de los vertebrados puede tener en torno a unos 500 millones de años, en virtud de estudios realizados en peces sin mandíbula (como el Anfioxus o pez lanceta).
En resumen: los coronavirus, dotados de factores de virulencia y de capacidad adaptativa (mediante las mutaciones y la recombinación genética), y los mamíferos, amparados en su sistema inmunitario forjado en los vertebrados desde muchos millones de años, compiten en diferentes ecosistemas siguiendo cada uno el mandamiento biológico que le obliga a la perpetuación de los genes propios.
Y en esas estamos, si bien se debe aceptar que muchas acciones del ser humano están modificando las condiciones ambientales globales y locales, amén de invadir espacios y ecosistemas que, hasta hace apenas unas décadas, pertenecían a otros mamíferos no humanos. Como los murciélagos. Hacemos un repaso somero a ciertos aspectos relacionados con el coronavirus, con el hospedador humano y, finalmente, con el linfocito T.
1. Algunos puntos de interés referidos al SARS-CoV-2
Sobre el genoma. No solo de la espiga vive el coronavirus
Uno de los aspectos más llamativos del coronavirus pandémico, un virus ARN de cadena simple de sentido positivo (scRNA+), es la longitud de su genoma lineal: cerca de 30.000 letras o nucleótidos (algo menos que el MERS y algo más que el SARS). Este genoma lleva escrito el código genético de 26 marcos de lectura abierta (Open Frame Reading/OFR) que codifican 16 proteínas no estructurales (NSP), cinco proteínas estructurales (SP) y nueve proteínas accesorias (AP) que marcarán lo que suceda posteriormente en la evolución del virus (en las células animales y en las humanas), la epidemiología, la patogenia y la respuesta inmunitaria natural (inducida por la infección), vacunal (inducida por las vacunas) y terapéutica (a cargo de los anticuerpos de síntesis mono y policlonales).
El gen S codifica la proteína estructural S (Spike: espiga, espícula) la cual confiere la forma de la típica corona visible en la microscopía electrónica. La glicoproteína S es esencial para la unión con el receptor ACE-2 y la proteasa TMPRSS2 dependiente de serina, ambos ubicados en la membrana celular. Por tanto, S es clave en la evolución del virus tanto en el mundo animal como en el humano y fue primordial a la hora de hacer el salto de especies zoonótico. También hay que resaltar, en la infección humana establecida, su importancia en la epidemiología de la infección: muchas mutaciones ubicadas en la espiga favorecen la unión del virus al ACE2. Por otra parte, la proteína S es una diana inmune de primera magnitud contra la que se dirigen los anticuerpos de la inmunidad humoral. Y los generados por las vacunas. De hecho, la mayor parte de las vacunas vigentes codifican el gen S y provocan una respuesta inmune frente a la espiga.
Otra proteína estructural muy importante, desde los puntos de vista patogénico e inmune, es la NC (Nucleoproteína) o proteína N. Ambas, S y N, son las dianas preferidas de los anticuerpos neutralizantes. Por otra parte, la mutación D614G, aparecida al inicio de la pandemia en Europa, dio lugar al linaje B.1 mientras que algunos cambios en la NC (una deleción y dos mutaciones en apariencia anodinas, R203K y G204R) fueron el origen del linaje B.1.1 del que surgieron más tarde las variantes Alfa, Gamma y Ómicron.
Las citadas proteínas S y N han acaparado el foco de la investigación científica y también la atención mediática. Pero un genoma tan largo no puede haber evolucionado durante siglos o milenios en el mundo animal para desperdiciar el 70-80% de sus genes. Por ejemplo, existen modificaciones funcionales del ARN más allá del cambio, supresión o inserción de los aminoácidos. Un claro ejemplo es la proteína N (ORF9). La sustitución de un triplete (GGG-AAC) genera un motivo de la secuencia reguladora de la transcripción (TRS/Transcription Regulatory Sequence) que permite expresar un nuevo ARN subgenómico (sgRNA). Este codifica una forma truncada de nucleocápside (i.ORF3). Por su parte, i.ORF3 inhibe el interferón tipo I (INF-I).
Este fenómeno del segmento estructural ORF9 también puede ocurrir en otros sitios del genoma, como en la PNS16 situada en el extremo del ORF1b (codificador de proteínas no estructurales). El mecanismo puede estar en relación con las transferencia horizontal de genes entre los coronavirus o con la recombinación genómica entre especies virales distintas.

Otras proteínas accesorias (ORF3, ORF4, ORF5, ORF6 y ORF8) participan en la formación de las vesículas de doble membrana (DMV) y pueden estar implicadas en los episodios de reinfección/reactivación. Esto supone el secuestro de la maquinaria celular a favor de los intereses del coronavirus al intervenir en la replicación-trascripción viral.
Por su parte, entre las proteínas no estructurales, NSP1 impide la unión del ARN celular al anclarse en el sitio de entrada (en la subunidad 40s del ribosoma). De este modo, NSP1 actúa como un inhibidor de la traducción, reduce el grupo de ribosomas y favorece la traducción del ARN viral a costa del ARN celular.
ORF3a es la proteína más grande (275 aa) entre las accesorias. Está muy implicada en el ciclo viral porque es necesaria para la replicación y el ensamblaje que determinan la virulencia del SARS-CoV-2. ORF3a activa la expresión del gen pro-IL1β y la secreción IL-1β inductora del factor nuclear (NF-kβ) y del inflamasoma NLPR3. De este modo, contribuye a la tormenta de citocinas. Se han detectado 173 mutaciones en ORF3a tras el análisis de más de 15.000 secuencias de todo el mundo.
Doce de estos cambios pueden afectar a la estabilidad de la proteína y tres conducen a alteraciones de la estructura secundaria. Por otra parte, estudios de predicción encuentran cinco epítopos de alto rango de las células B en las regiones mutadas de ORF3a.
Además de su importancia en la patogenia, el largo genoma del SARS-CoV-2, en sectores ubicados fuera de la espiga S y de la nucleoproteína N, es de enorme interés en terapéutica farmacológica con algunos antivíricos. Diversos puntos genómicos son las dianas donde ejercen su acción. Por ejemplo, NSP1 es el sitio diana de montelukast, un veterano inhibidor del receptor de leucotrieno utilizado en el tratamiento del asma.
La proteína principal o 3C-like proteinasa (NSP5) es diana de nirmatrelvir. La NSP9 es diana de zotazafin (un inhibidor del factor eucariota eFI4a). La RNA polimerasa dependiente de RNA (ORF12) es el objetivo de remdesivir y monulpiravir, si bien se han descrito mutaciones de resistencia frente al remdesivir mediante varios mecanismos. Y la NC (dirigiéndose a la maquinaria traslacional del hospedador, proteína eEF1a) es el lugar de acción del fármaco español plitidepsina.
Finalmente, diversas partes del genoma son también el objetivo de la inmunidad innata y adaptativa. Volviendo a la proteína S, y en relación con la respuesta celular de los linfocitos T, al menos siete sitios de la espiga (177, 270, 272, 452, 453, 765 y 1118) afectan al reconocimiento de los epítopos de las células T. Lo más interesante es que solo dos mutaciones (452 y 453) se sitúan dentro del RBD (Receptor Binding Domaine), entre las posiciones 350 y 530. Muy interesante es saber que 452 es un lugar mutante L452R destacado en el consorcio de mutaciones generado por el SARS-CoV-2. L452R está presente en las variantes Delta y Kappa, desapareció con Ómicron original (BA.1) y ahora se ha recuperado en los sublinajes BA.4 y BA.5 detectados en Sudáfrica.
Las mutaciones, una historia interminable
Tras el salto de especies del murciélago al ser humano, pasando antes o no por otro(s) mamífero(s) intermediario(s), sea el pangolín, el ratón, el visón, el ciervo de cola blanca o cualquiera otro mamífero entre más de veinte especies distintas, el coronavirus pandémico buscó acomodo en el ser humano, en el que encontró una excelente estación final en su viaje evolutivo. O estación intermedia, si pensamos en las infecciones reversas (del humano al animal).
Casi recién llegado, el coronavirus pandémico mutó en el sitio 614 (D614G), aumentó la transmisibilidad y de distribuyó por todo el planeta. Luego fueron apareciendo mutaciones progresivamente, sobre todo ubicadas en la espiga S, que aumentaron más la trasmisibilidad, la virulencia y la capacidad de evadir la inmunidad. Comenzó el baile de variantes de preocupación y de interés.
Hasta llegar a la variante Delta (octubre de 2020). Esto supuso un salto cualitativo y cuantitativo importante: una gran difusión con un gran número de afectados graves y de fallecidos, el fracaso parcial de las vacunas, la posibilidad de reinfección en algunos infectados previos y en vacunados. Delta introdujo, entre otras, dos importantes mutaciones en el RBD de la espiga S: L452R y P681R.
La variante Delta duró como predominante hasta el descubrimiento de Ómicron (noviembre 2021). Pero no debe ser olvidada todavía: un trabajo israelita pre-print pendiente de revisión por pares que analiza las variantes Delta y Ómicron en aguas residuales, predice la desaparición de ómicron y el posible resurgimiento de Delta que, según los investigadores, se mantiene de forma crítica. Habrá que estar atentos.

Ómicron inauguró una saga que sigue hoy muy activa y que ha barrido el planeta. Frente a los 10-15 cambios de las variantes previas, la recién llegada debutó con más de cincuenta mutaciones, 37 de ellas en la espiga S, de las cuales 15 están en el RBD y 13 son de nueva adquisición.
En cuanto al perfil mutacional, aportó novedades como la deleción H69-V70 y la inserción R214EPE, además de mantener las mutaciones D614G, P681R y N501Y. Es decir, incrementó la ya alta capacidad de contagio y mostró una notable capacidad de evadir la inmunidad natural, por vacunas y resistencia frente a la terapia con anticuerpos bloqueantes.
Casi de inmediato, se apreció que Ómicron no vino al mundo sola, sino acompañada de dos subvariantes más. Fue un parto de trillizos que empezó a gestarse unos ochos meses antes (primavera de 2021). Ómicron entró en la escena epidemiológica y clínica con tres sublinajes BA.1, BA.2 y BA.3. La última, a pesar de mostrar 33 mutaciones carece de mutaciones propias o exclusivas, comparte 21 mutaciones con BA.1 y BA.2 y no ha causado problemas epidemiológicos ni clínicos.
Nacida para morir. Sin embargo, BA.1, con 6 mutaciones propias, ninguna compartida con BA.2 y las 21 dichas con BA.2 y BA.3 relevó a Delta por su mayor capacidad de contagio y de evasión inmune. En poco tiempo ha sido superada por BA.2 (8 mutaciones propias) la cual domina ahora las estadísticas de casos en buena parte del mundo.
Pero la saga no ha terminado. Es un fenómeno azaroso y esperable para los expertos en la evolución viral, aunque tiene desconcertados, o asombrados, a muchos (no sobra decir que, a la luz del comportamiento de muchos, lo asombroso es que no estemos aún peor). El grupo sudafricano dirigido por Tulio de Oliveira, el mismo que aportó para la ciencia mundial el descubrimiento de las variantes Beta y el citado trío Ómicron, acaba de describir las subvariantes BA.4 y BA.5 que aportan algunas novedades (el 12 de mayo de 2022, el ECDC o CDC europeo ha pasado a ambas variantes de la categoría de interés/VOI a la de preocupación/VOC).
Ambas introducen las mutaciones F486V (poco frecuente) y L452R, citada anteriormente, muy conocida por estar descrita en las variantes Delta y Kappa. Ambas mutaciones se asocian a escape inmune frente a los anticuerpos neutralizantes de clase 1 y 2 (F486V) y de clase 2 y 3 (L452R). Respecto a esta última, una curiosidad es que el cambio de aminoácidos es diferente en distintas zonas geográficas:
L452M/metionina en Bélgica, L452R/arginina en Francia y L452Q/glutamina en Canadá y Nueva York. Pero la historia no ha acabado: mientras en Sudáfrica (y en otros lugares, como la vecina Portugal) barren BA.4/BA.5, en Nueva York y la costa este de los Estados Unidos están difundiéndose sublinajes de BA.2. En concreto, BA.2.12.1 y BA.2.13. Muy contagiosas.
Es interesante, a la vez que puede preocupar a muchos, contemplar el juego evolutivo del virus. En medio de la presión inmunitaria de los centenares de millones de infectados y de los muchos millones de vacunados (aunque sea con códigos que emulan a la cepa original de Wuhan), el coronavirus ha evolucionado a formas más contagiosas (BA.1, BA.2, BA.4, BA.5, BA.2.12.1) y evasivas de la inmunidad natural, vacunal y terapéutica.
Se puede decir, con cierta seguridad, que el perfil actual del coronavirus pandémico, en cuanto a la capacidad de contagio es el siguiente (recuadro modificado de Eric Topol): el sublinage BA.2.12.1 es 25% más contagioso que BA.2, el cual es 30% más contagioso que BA.1 que ya era 50% más contagioso que la agresiva Delta, a su vez 50% más contagiosa que Alfa. Y esta, la subvariante Alfa, ya era 40-90% más contagiosa que la cepa original surgida en un mercado de mariscos y de animales vivos y muertos de Wuhan (China), a finales de 2019.

Por si no hubiera bastante, cada vez se describen más virus recombinantes (recordamos que la recombinación genética es el intercambio de segmentos genómicos entre dos virus distintos que infectan a una misma célula hospedadora; la recombinación es un mecanismo evolutivo muy difundido y presente en la gripe y en los coronavirus).
Desde el Reino Unido, pero también en otros lugares donde se toman estos asuntos en serio, la nómina de virus recombinantes va en aumento. La denominación X (terminología Pango) los define.

Se habla de recombinantes británicas (XE, XR, XL, XN, XP, XQ) entre BA.1 y BA.2, y de recombinantes internacionales (XG, XH, XJ, XK, XM) con distintos grados de intercambio de segmentos de las proteínas no estructurales (NSP3, NSP6, NSP12, NSP14 y NSP15). Cabe destacar la recombinante británica XP pues recombina el espectro total de las NSP, tres proteínas estructurales (espiga S, proteínas E y M) y el ORF3a (proteína accesoria). Lo más parecido a un virus nuevo.
No sobra decir que el fenómeno recombinante lleva miles o millones de años ocurriendo en la naturaleza. Y está ocurriendo ahora mismo, no sólo en los murciélagos, sino en al menos 23 especies de mamíferos no muy alejados del ecohábitat humano.
La compleja interacción entre el coronavirus pandémico y el hospedador humano
Un paso crucial en la evolución viral es el mecanismo de interacción entre las estructuras de la membra viral (la proteína S) y los receptores, correceptores y cofactores de la célula animal (y humana).
Si la proteína S ha acaparado durante toda la pandemia la atención científica y mediática, el receptor ACE2 tampoco ha pasado desapercibido, algo muy fácil de comprender porque es el principal punto de unión del virus antes de iniciar la fusión y la entrada en la célula. Pero ACE2 no es el único punto de encuentro.
Hay otros cuatro receptores que son una alternativa independiente de ACE2 (por ejemplo, el CD147 utilizado por Plasmodium falciparum para entrar en los hematíes), cinco correceptores auxiliares dependientes de ACE2 (por ejemplo, la neuolipina-1 y el ácido siálico) y siete cofactores implicados en la proteólisis de la espiga (por ejemplo, la furina y el TMPRSS2). No se debe pasar por alto que hay tejidos y estructuras que utilizan otros mecanismos. Sirva de modelo el papel de las integrinas, como αv β3, en la microvasculatura carente de ACE2. Las integrinas pueden ser diana terapéutica.
ACE2 tiene una amplia distribución de carácter universal en el organismo humano. Los tejidos con mayor abundancia de ACE2 son el sistema cardiovascular, el aparato respiratorio superior (más que el inferior), el tracto digestivo y los riñones.
Menos, poco o nada hay en algunas estructuras o tejidos como los huesos y en órganos y tejidos muy relacionados con la inmunidad como el timo, el bazo y los ganglios. Y los linfocitos.

En relación con la distribución de ACE2, pero también con otros factores (la edad, obesidad, comorbilidades) la posibilidad de desarrollar una infección covid-19 grave que requiera el ingreso hospitalario, pasar a la UCI o provoque el fallecimiento se relaciona con diversas patologías crónicas.
Destaca la insuficiencia renal crónica prediálisis, amén de las enfermedades cardiovasculares y también las metabólicas. En este sentido, llama la atención el hecho, publicitado hace unas semanas por el diario The New York Times, de que el 30-40% de los fallecidos por covid-19 en los Estados Unidos eran diabéticos o hiperglucémicos. Esto induce a pensar que una dieta adecuada, un buen programa de ejercicios y el uso de la medicación oral o subcutánea pertinente podrían haber ahorrado mucho sufrimiento y dolor en todo el mundo.
Por otra parte, y en relación con la hiperglucemia, la glucolisis sostiene la respuesta de los monocitos inducida por SARS-CoV-2 y facilita la replicación viral. SARS-CoV-2 desencadena la producción de especies reactivas de oxígeno de origen mitocondrial (mtROS) que inducen la estabilización del factor inducible de hipoxia 1-α (HIF-1α).
El HIF-1α es necesario para la replicación viral y la producción de citocinas que promueven la muerte de las células epiteliales (incremento de la proteína de muerte celular/PD-1) y la desregulación de los linfocitos. Este mecanismo de muerte celular monocitaria tiene un gran interés para lo que diremos luego del linfocito T.
Además del receptor ACE2 y de los demás receptores, correceptores y cofactores, es muy importante el papel de los Receptores de Reconocimiento de Patrones (PRR) y de los Patrones Moleculares Asociados a Patógenos (PAMP). Los primeros, con sus cinco familias, entre las que destacan las familias Toll-Like, RIG-like y NOD-like, inducen la secreción de citocinas inflamatorias y la expresión de INF I y III, además de activar el inflamasoma NLRP3 que escinde la gasdermina y libera IL-1 e IL-18 causantes de piroptosis.
Por su parte, los PAMP virales derivados de ORF3a, ORF9b, la proteasa 3CL, las proteínas S, E y N y el ARN viral participan en la activación del inflamasoma NLRP3.
En resumen, la interacción entre el coronavirus y las moléculas de membrana de las células humanas es muy compleja. De su análisis es fácil deducir la importancia del receptor ACE2, pero también aceptar que el virus puede aprovechar otras vías u oportunidades para entrar en la célula además de secuestrar la maquinaria celular a favor de la replicación-transcripción viral.
2. Algunos datos de interés sobre el hospedador humano
La evolución del cuadro epidemiológico y clínico ha sido (está siendo) espectacular. Aunque con numerosos puntos en común, se podría decir que las diferencias entre la pandemia de la era anterior a las vacunas y previa a la llegada de Ómicron, comparada con el escenario posterior (actual), es tal que se podría asumir que son infecciones diferentes. No es así. Es un espectro de manifestaciones de la misma infección (covid-19) provocado por diferentes variantes y subvariantes del mismo virus (SARS-CoV-2), pero en condiciones de inmunidad individual y colectiva muy diferentes.
Sin contar la eficacia de las medidas de prevención no farmacológicas y de los diversos tratamientos antivíricos, antiinflamatorios, inmunomoduladores, de anticuerpos mono y policlonales, anticoagulantes y la terapia de soporte vital en los casos respiratorios graves.
De aquellas neumonías a estos catarros
El cuadro inicial, como toda infección vírica sistémica, se caracterizó por una fase primera de predominio de la replicación viral (efectos víricos) seguido por la respuesta inmunitaria innata y adaptativa del hospedador (efectos inmunes). Y de ahí no debería haber pasado, pero se avecinaban sorpresas. Por ejemplo, la existencia de millones de personas infectadas totalmente asintomáticas, pero con una gran capacidad de contagio a terceros. Y había otros muchos con pocos síntomas, más los numerosos sintomáticos de diferente gravedad y evolución.
Entre unos y otros había unos pocos infectados muy contagiosos (los superdispersadores), en torno al 8-10%, que han originado espectaculares brotes en la comunidad y el contagio mayoritario (80%).
A lo largo de la evolución de la pandemia durante 2020 se sumaron cientos de millones de infectados por vía natural. Se fue generando una inmunidad de grupo o colectiva, inadecuadamente llamada inmunidad de rebaño. Algunos expertos, apoyados en criterios desconocidos, la tasaron en el 60%. Fue una simple opinión de los más optimistas hasta que se entendió que no había límite para el SARS-CoV-2. No servían los modelos previos.
Poco después (finales de 2020 y a lo largo de todo 2021) se distribuyeron y pusieron millones de dosis de vacunas de diversas plataformas enfocadas, principalmente, a aprovechar el efecto antigénico de la espiga. Esto significa que se generó un reservorio de anticuerpos neutralizantes y de unión, más células B y T de memoria, tanto residentes en los tejidos como circulantes por la sangre.
El resultado fue y es un cierto grado de protección para los individuos y la colectividad, pero, como contrapartida, supuso una presión tremenda para el virus que, naturalmente, es decir, evolutivamente, buscó (le brindó el azar) algunas vías de superación de los obstáculos. Dicho de otro modo: la aparición de variantes mutacionales con mayor capacidad de contagio y de eludir la inmunidad previa.
Aun así, no se pudo evitar que la epi/pandemia número 21 de nuestra era, inaugurada por la famosa epidemia antonina, de Marco Aurelio o de Galeno (siglo II d. C.), escalara en la champions epidémica desde el lugar 21 inicial al séptimo puesto. En cuestión de solo unos meses. Los 600 millones de infectados y los más de 6 millones de fallecidos reconocidos oficialmente (mayo 2022) son la prueba irrefutable.
Unas cifras que, si nos atenemos a los datos de The Economist (The Pandemic’s true dead toll), y de la OMS, habría que multiplicar por un factor de 3 o 5. Lo que situaría a la pandemia covid-19 a la altura del sida por el número de muertos (18-30 millones). Un desastre histórico.
La llegada y predominio de la saga Ómicron ha dibujado un panorama general muy distinto: millones de infectados, muchas más infecciones respiratorias altas, menos neumonías, menos ingresos hospitalarios, menos ingresos en UCI y menos fallecidos. Otra cosa distinta a la original. El 40% de los cuadros graves actuales concurren en los no vacunados, los vacunados con solo una o dos dosis o con problemas asociados (comorbilidades) y ancianos (mayores de 80 años) plenamente vacunados.
Sobre el intestino y su importancia patogénica
Un aspecto muy interesante de la relación entre el coronavirus y el hospedador humano es el microbioma intestinal y la importancia del intestino en una infección que fue catalogada como respiratoria cuando, en verdad, es sistémica. En cuanto al microbioma intestinal, es un asunto menos estudiado por la ciencia tal vez debido a la compleja tecnología requerida, el encarecimiento y la dificultad de interpretación de los apabullantes datos generados por la nueva secuenciación y todas las variantes –omic.
Pero, en mi opinión, el estudio del microbioma, como el del intestino, en relación con el SARS-CoV-2 es de sumo interés e importancia.
Microbioma intestinal. En condiciones normales, el microbioma regula la integridad anatómica y funcional del intestino, participa en la nutrición y es esencial para el mantenimiento de la inmunidad local. El complejo sistema del microbioma intestinal (la relación continua entre la luz del intestino, la mucosa, la capa epitelial y la lámina propia) mantiene a raya los insultos antigénicos que entran constantemente con la alimentación, sean alimentos o microbios.
La lámina propia, que es la capa más profunda del intestino (por debajo de la luz, la mucosa y la capa epitelial), mantiene la homeostasis y controla el insulto repetido gracias al sistema inmune intestinal nativo y a la función reguladora de los linfocitos T innatos. Sobre todo, los denominados ILC-3 que ejecutan sus funciones por medio de las interleucinas 17 y 22 (IL-17, IL-22).
En determinadas circunstancias y debido a la concurrencia de factores de diversa índole, la estructura anatómica y funcional del intestino se rompe (alteración de la zonula ocludens presente en las tight junctions o uniones estrechas celulares donde existen proteínas como las ocludinas, claudina-1, cateninas, actina y otras).
En este escenario anatómico y funcional alterado se puede generar una inflamación subclínica evidenciada por la detección de marcadores biológicos de inflamación en el plasma. La obesidad, la insuficiencia renal crónica y el tercer trimestre del embarazo son excelentes ejemplos de la disfunción intestinal ligada al desequilibrio del microbioma. Pero el SARS-CoV-2 también participa.

La infección por el coronavirus pandémico puede generar un daño similar condicionando bacteriemias por bacterias Gramnegativas debido a la traslocación bacteriana y a un estado de inflamación subclínica, como demuestran los niveles elevados de la proteína de unión a los ácidos grasos, el peptidoglicano y el lipopolisacárido (un componente de la pared bacteriana de los bacilos Gramnegativos). No es difícil entender que los obesos, los nefrópatas y las embarazadas estén en los grupos de riesgo de mala evolución de covid-19 que, per se, ya genera un cierto grado de inflamación subclínica.
Coronavirus e intestino. En cuanto a la relación del SARS-CoV-2 con el intestino, más allá del microbioma, investigadores de la Universidad de Stanford han demostrado la presencia de SRAS-CoV-2 en las heces de pacientes 7 meses después de pasar la infección respiratoria, con lo que se abre una vía de investigación sobre la compleja y oscura patogenia de covid de larga evolución.
Por otra parte, un equipo austriaco también ha publicado en Gastroenterology un trabajo donde muestran la persistencia de antígeno viral en el intestino de un grupo de pacientes diagnosticados de covid de larga evolución en el contexto de enfermedad inflamatoria intestinal.
Para mayor interés, dos investigadores de Londres y Los Ángeles acaban de comunicar en una carta dirigida a The Lancet de gastroenterología y hepatología que la misteriosa hepatitis aguda grave, pues es la causa de ingresos hospitalarios y en UCI, trasplantes hepáticos (7%) y alguna muerte en niños de menores de 5 años (5%) relaciona al adenovirus 41F con la persistencia del coronavirus pandémico en el tracto intestinal.
Según los autores, se genera una reacción de un superantígeno (similar a la enterotoxina B estafilocócica) presente en la espiga S que desencadena una respuesta inmune amplia y no específica mediada por los linfocitos T. De enorme interés es que la respuesta, en un modelo murino, puede estar vinculada al INF-gamma cuyo exceso provocaría la apoptosis de los hepatocitos.

El sistema inmune frente a la agresión viral. Cuando lo normal se hace patológico
Al analizar este apartado, debemos diferenciar entre la respuesta inmune normal y la patológica. Lo que algunos llaman la inmunología e inmunopatología de covid-19.
Lo normal. ¿Cuál es la respuesta inmunitaria a la llegada del coronavirus pandémico? En esencia, la misma que ocurre frente a cualquier otro virus respiratorios: la activación inmediata del sistema innato, seguida de cerca por la activación del sistema adaptativo y, en condiciones normales, el control de la infección. Este fenómeno defensivo de respuesta normal es lo que le ocurre a la mayoría de la población infectada (80%). El factor decisivo de la repuesta normal es el interferón.
Una prueba irrefutable de su importancia es la mayor gravedad de la infección cuando hay trastornos genéticos (déficit del gen TLR7asociado al cromosoma X en varones jóvenes) o la presencia de autoanticuerpos frente al INF-1 en pacientes graves.
La llegada del virus pone en acción una batería de células mieloides (linfocitos, macrófagos, células dendríticas, neutrófilos) que, directamente o por mediación de la familia interferón, de numerosas citocinas (IL-6, TNF, IL1β, IL-12) y de quimiocinas atractantes celulares en diversos tejidos (CCL2, CCL7, CXCL9, IL-8) controlan la agresión viral.
Casi de inmediato (con un cierto retraso temporal) la inmunidad adaptativa inicia y hace su trabajo mediante la actuación de los linfocitos T (CD4+ y CD8+) con sus funciones efectoras y citotóxicas. Por ejemplo, los CD4 activan a los linfocitos B en la zona oscura del centro germinal de los ganglios, donde ocurre la proliferación de los linfocitos B y la hipermutación somática que selecciona células B de alta afinidad antigénica.
Tras la estimulación de las células dendríticas y los linfocitos T colaboradores foliculares, su derivación a células B de memoria (dirigidas a la médula ósea) o células plasmáticas circulantes productoras de anticuerpos.
La duración del efecto protector de las células T es variable. Hace unos años se demostró que la infección por SARS podía durar hasta 17 años. El SARS-CoV-2 puede estimular la memoria de las células T CD4 (0,5% del pool de CD4+) y CD8 (0.2% del pool de CD8+) hasta 200 días y 10 meses en el pulmón. Un aspecto de interés es la inmunidad cruzada. Se ha visto que los niños y adolescentes, diana de preferencia de los coronavirus respiratorios, pero también los infectados por SARS y MERS tienen epítopos compartidos con SARS-CoV-2.
Los niños y jóvenes evocan una mayor respuesta de anticuerpos reactivos neutralizantes y de linfocitos T reactivos frente al SARS-CoV2, aun sin haber estado expuestos al SARS-CoV-2. La reserva de linfocitos T no activados (naïve) y de linfocitos T reactivos disminuye con arreglo a la edad, de modo tal que en la ancianidad (inmunosenescencia) no existen o su valores son muy bajos.

Lo patológico. Un grupo nada despreciable (15-20%) de sujetos infectados (sobre todo, en la era prevacunas y preómicron) mostraban una evolución clínica indeseable: mayor gravedad, ingreso hospitalario y en UCI, con muy alta mortalidad (50%). Son ejemplos de lo que podemos denominar una respuesta inmunitaria patógena o inmunopatogenicidad del coronavirus.
La respuesta celular y molecular en exceso conduce a un estado de hiperinflamación con elevadas cifras de citocinas y quimiocinas circulantes y tisulares. Se genera una panoptosis que, si no se reconduce, desemboca en la famosa tormenta de interleucinas.
Si, además del compromiso respiratorio grave, se suman al cuadro alteraciones de la coagulación secundarias a la endotelitis y al disbalance entre la producción-degradación de NET (Trampas Extracelulares de Neutrófilos) con afectación cardiovascular y renal, se llega a una catástrofe biológica irreversible. Esta situación crítica se acompaña, invariablemente, de linfopenia (valor absoluto y relativo bajo de los linfocitos en la sangre periférica).
La linfopenia no es un simple dato de laboratorio
La linfopenia no es un simple dato analítico. Aparece pronto, es progresiva y duradera y tiene valor pronóstico. Se detectó muy temprano en los primeros trabajos publicados en The Lancet y The New England Journal of Medicine en febrero de 2020. Su frecuencia (63%-83,2%) y su asociación con la gravedad de la infección (85% de los pacientes en UCI o 96,1% de los pacientes graves) certifican la trascendencia clínica.
Además de ser más acusada en los sujetos graves, se acompaña de una menor expresión de INF-γ en los CD4 de esos pacientes. Por otra parte, los linfocitos de la inmunidad innata están disminuidos en las personas de mayor edad, más en los varones que en las mujeres y se correlaciona con la mortalidad. Los pacientes hospitalizados tienen valores más bajos que los sujetos ambulatorios infectados y los controles sanos.
Los mecanismos de la linfopenia
¿A qué se debe esta linfopenia? No se sabe. Se ha atribuido a secuestro tisular, a una baja producción medular o tímica y a la muerte celular por necroptosis, autofagia o apoptosis. La última opción parece la más plausible.
Desde 2005 han aparecido diversos trabajos en la literatura que demuestran la presencia de partículas virales en los leucocitos, en estudios de autopsias; partículas virales o proteínas de SARS-CoV-2 en el bazo y en los ganglios linfáticos de pacientes fallecidos por covid-19; apoptosis de monocitos en sujetos con hiperglucemia; muerte de macrófagos y células dendríticas derivadas de monocitos en sujetos con infección por SARS-CoV-2; y ARN viral del coronavirus pandémico en células mieloides fagocíticas y en linfoides no fagocíticas que no mostraron ACE2 ni TMPRSS2. Tal vez la publicación más interesante al respecto es una publicada en 2016 que demostró la infección y apoptosis de los linfocitos T por MERS. No así en el SARS-CoV-1.
3. Sobre la apoptosis del linfocito T
El trabajo de Chu y colaboradores demostró que MERS infecta a los linfocitos (65,6%), más que a otras células como las NK (18,5%), los monocitos (13,5%) y los linfocitos B (5,4%). Y más a los CD4+ (72.1%) que a los CD8+ (50.9%). No hizo lo mismo SARS-CoV-1. La eficiencia de la infección se correlacionó con la expresión del receptor DPP4 (dipeptidil peptidasa-4) de superficie.
Por otra parte, MERS causa apoptosis de los linfocitos T como demostraron los investigadores al analizar el porcentaje de células positivas para apoptosis en el ensayo TUNEL. No encontraron actividad de caspasa 3 en los infectados con SARS- VoV-1 ni en los controles, mientras que fue muy positiva en las células infectadas con MERS (más a las 48 horas/75,3%).
De mucho interés es decir que las vías extrínseca (mediada por caspasa 8) e intrínseca (mediada por caspasa 9) estuvieron implicadas en la apoptosis con una aparición temprana (6 horas) y duración en el tiempo (24 horas). Finalmente, los investigadores también demostraron que MERS infectaba las células linfoides de las amígdalas y el bazo humanos (con valores similares a las células de sangre periférica) y en el bazo de dos titíes comunes (Callithryx jacchus).
El SARS-CoV-2 y la infección con apoptosis profunda de los linfocitos T
Ya solo falta por preguntarse y responder a las siguientes preguntas: ¿infecta el SARS-CoV-2 a los linfocitos T? En el supuesto de que así sea, ¿causa apoptosis? Y, finalmente, ¿qué receptor usa el coronavirus pandémico para entrar en la célula? Las respuestas son muy concretas:
- SARS-CoV-2 infecta a los linfocitos T.
- SARS-CoV-2 causa una apoptosis profunda en los linfocitos T.
- Ni el ACE2 ni el TMPRRSS2 son las puertas de entrada del virus en la célula: el candidato más plausible es LFA-1 (el antígeno asociado a la función de los leucocitos/linfocitos), una integrina (CD11a/CD18) o glucoproteína que participa en la unión de la célula con la matriz extracelular.
Pero, para más detalles sobre este importante hecho patogénico, invitamos a consultar el artículo original o, en su defecto, nuestra colaboración previa (A propósito del linfocito T, diana del nuevo coronavirus) en Biotech Magazine & News.