
No se me pasó por la cabeza que tendría que escribir sobre el doctor Javier Matos Aguilar, un referente en la pediatría española y un caballero en su más estricta definición, además de ser una buena persona; algo muy difícil de encontrar. Muchos seguimos en deuda con él, por su generosidad desinteresada a lo largo de toda su vida. Nos dejó el pasado día 9, a los 98 años.
Querido Javier, voy a intentar no defraudar a tu mujer, Rosa, ni a tus innumerables amigos, entre ellos al doctor Rafael Botín, al escribir estas líneas para recordar la impagable labor que hiciste, siempre, en favor de los niños abandonados.
Me detengo, en primer lugar, en la Inclusa de Madrid, que llegaste a dirigir después de asimilar y poner en práctica las enseñanzas de tus maestros Juan Antonio Alonso Muñoyerro y Carlos Sáinz de los Terreros y Gómez de las Bárcenas, eminentes médicos que siempre tuvieron como objetivo prioritario el buen trato al niño abandonado, tanto en lo asistencial como en lo social.
Y para ello, nada más fácil que recordar tu libro La inclusa que yo viví (1945-1990), que editó la Comunidad de Madrid en 2016. Por cierto, solo cien ejemplares de esta obra que prologó el doctor Jose Ignacio de Arana.
Como escribió, regalas “una visión privilegiada de quién entró en ella muy joven, la reorganizó, la dirigió durante muchos años, logró notabilísimos avances en el cumplimento de su misión y, por fin, estuvo presente en el definitivo cambio de Inclusa a Casa del Niño”.
Inclusa de la calle de O’Donnell

El profesor Javier Matos Aguilar también fue director del hospital Gregorio Marañón, pero la mayor parte de su vida estuvo al cuidado de los niños. Como recuerda en esas páginas historiográficas, “a los diez años, cuando llegué en la asignatura de Ciencias Naturales a la lección del cuerpo humano, decidí que quería ser médico, y ya jamás dudé que esa era mi vocación y hacia ella encaminé mi vida. Estudiando 4º curso de la carrera en la Facultad de Medicina de San Carlos, en la calle de Atocha, hubo una circunstancia que terminó de orientar mi carrera profesional; si aquí lo relato es para rendirle mi pequeño homenaje a la persona que fue el artífice material de esta orientación. Me estoy refiriendo a Carlos Sainz de los Terreros y Amézaga, excelente médico, magnífica persona y mejor amigo. Solíamos ir juntos en el tranvía nº 3 desde nuestras casas hasta el Hotel Palace y ya allí, andando por la calle del Fúcar, pasando por delante del madrileño Jesús de Medinaceli, a la Facultad de Medicina en la calle de Atocha. Carlos Sainz de los Terreros Amézaga era hijo de uno de los mejores, por no decir el mejor especialista de niños que había en Madrid y que más tarde, pasados unos años, fue uno de mis dos maestros; de él aprendí mucho, no sólo Pediatría, en su Servicio del Hospital Central de la Cruz Roja de San José y Santa Adela, en la Avenida de la Reina Victoria; se llamaba Carlos Sainz de los Terreros Gómez de las Bárcenas”.
Y sigue con este delicioso recuerdo: “Pero volvamos a la calle del Fúcar. Carlos Sainz de los Terreros Amézaga, que era tres años mayor que yo, y por tanto iba tres cursos por delante de mí en la carrera, ya a punto de terminarla, me dijo una de esas mañanas del frío invierno madrileño: “¿Por qué no vienes a la Inclusa de la calle de O’Donnell, que depende de la Diputación Provincial, cuyo director es el Dr. Juan Antonio Alonso Muñoyerro, ya que dentro de unos meses se van a celebrar oposiciones para alumnos internos y podrías presentarte?”. Yo no imaginaba que aquella conversación marcaría para siempre mi futuro y, por tanto, mi rumbo en la vida”.
En sus salidas al extranjero buscó siempre, “además de mejorar mi formación pediátrica -como recuerda en esta obra-, averiguar lo más nuevo que existía en materia de abandono y adopción, para un día, a mi regreso, poderlo aplicar en beneficio de los niños españoles que atravesaran similares circunstancias. Estando en Boston, desde la misma Harvard University, me pusieron en contacto con una Institución que se llamaba The home for Little Wonders (la casa para los pequeños deseados). En un edificio moderno y bien acondicionado ingresaban en régimen de internado las futuras madres hacia el quinto mes de gestación. La parte médico-asistencial con vigilancia del embarazo estaba cubierta por un hospital en el que posteriormente darían a luz; la parte psicológica era atendida por verdaderos especialistas, que ayudaban a las futuras madres a decidir cuál sería el futuro de su hijo: quedarse con él o entregarlo en adopción; para ambas opciones se hacían previamente los preparativos oportunos”.
Presidente del Colegio de Médicos de Madrid
Llegados a este punto, creo que los que no le conocieron y lean estas líneas ya se han hecho una idea de la humildad del doctor Javier Matos. También fue un adelantado en lo que se refiere a propugnar medidas para potenciar la profesión médica y paliar el paro de los sanitarios.
Siendo presidente del Colegio de Médicos de Madrid, entre los años 1980 y 1996, defendió públicamente que se reconociera el derecho de la libre elección tanto del facultativo como del centro sanitario, en una de sus famosas 22 medidas que propuso, siempre a través de su periódico, ABC, que dirigía su gran amigo Luis María Anson.
Meses antes de dejar la presidencia de esa corporación, en diciembre de 1995, falleció en accidente de aviación Vicente Zabala Portolés, crítico taurino y colaborador suyo. En el número especial que editó el periódico de la calle de Serrano, a estancias de su director, el 22 de diciembre, Javier Matos firmó un artículo donde reflejó su amistad por Vicente Zabala y, como buen aficionado a los toros, resaltó la labor que había llevado a cabo sobre la Fiesta.
Hoy, 21 de febrero de 2023, a las 20 horas, en la Parroquia San Francisco de Borja (Jesuitas), en la madrileña calle de Serrano, tendrá lugar un funeral por el eterno descanso del profesor Matos.
No tengo ninguna duda de que la iglesia registrará un lleno total, con sus muchos buenos amigos que tuvimos la suerte de compartir algunos momentos de su dilatada vida profesional. Como me decía su mujer, Rosa, “la vida va demasiado rápida y algún día todos estaremos juntos, sin prisa”. Y recordaba lo que solías repetir, querido Javier: “Lo único seguro que tenemos al nacer es que nos tenemos que morir”.