Experiencias que cambian la vida
Medalla de oro del premio Nobel. Foto: Fundación Nobel

El Museo de las Ciencias Príncipe Felipe abrió sus puertas el 13 de noviembre del año 2000, cuando el Proyecto Genoma Humano se esforzaba en el, hasta entonces, inverosímil esfuerzo de secuenciar por completo el genoma de las personas, con sus entre 50 millones y 300 millones de pares de bases.

Como el presidente del Comité de Expertos en aquel momento era Santiago Grisolía, también presidente del Comité de Coordinación Científica de la UNESCO para el Proyecto Genoma Humano, a propuesta del recientemente fallecido Federico Mayor Zaragoza, pareció lógico que fuera un museo destinado al genoma.

Y la tercera planta, a idea de los Nobel que en aquel momento formaban un Consejo Asesor de élite del Museo de Valencia, albergó la exposición El bosque de Cromosomas.

Hoy el genoma no es la gran atracción que era hace 25 años, y parecía que el cambio climático tenía visos de convertirse en el tema estrella para el vigésimo quinto aniversario del museo.

Aun así, en el Comité de Expertos, ideamos una Historia del Tiempo, que explicaba la creación del Universo y la aparición de la vida en la Tierra y facilitaba incorporar exposiciones temporales en función de los descubrimientos que resultasen con mayor impacto social.

Pero la aparición del libro de Aupí me ha recordado la gran fortaleza del Museo de Ciencias de la ciudad que ha logrado concentrar, cada año, el mayor número de premios Nobel de todas las disciplinas.

Cajal, Ochoa, Dausset y Grisolía

Y la única que tuvo en sus comienzos una Comisión Científica Asesora con hasta nueve premios Nobel de cuyas reuniones y sugerencias tuve el honor de levantar acta desde su creación en el año 2000 hasta su desaparición en el año 2012.

En efecto, los premios Nobel están profundamente implicados en el desarrollo del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe y son un distintivo. Tanto es así que es el único museo en el mundo que posee dos legados de premio Nobel originales (el de Severo Ochoa y el de Jean Dausset) y una réplica de parte del legado del otro premio Nobel español: Santiago Ramón y Cajal.

Además, el profesor Grisolía, quien a su muerte descubrí que había sido nominado siete veces al premio Nobel, legó sus medallas y otros documentos y diplomas a la ciudad de Valencia y pueden verse en este museo.

Me doy cuenta de que, en este momento en que los jóvenes empiezan a rechazar la mentira y la manipulación procedente de una parte de las redes sociales, donde les aseguran que el mundo sólo valora el físico y las posesiones materiales, estas exposiciones, pequeñas y conmovedoras, son algo excepcional.

Extraordinario porque muestra la dureza de las vidas de cuatro hombres que sufrieron al menos una guerra, la de Cuba (Ramón y Cajal), y en muchos casos dos, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil española (Severo Ochoa, Santiago Grisolía y Jean Dausset, cuya esposa, Rosa, salió de niña de un Madrid ocupado por el puerto de Valencia con destino a Francia).

Lejos de las imágenes de Instagram de jóvenes bronceados y atildados que se esfuerzan en parecer felices, muchas de las imágenes de estas exposiciones reflejan las dificultades y preocupaciones de quienes dedicaron su vida a la Ciencia en un mundo cruel y convulso, tan cercano al que tenemos ahora.

Vemos las ojeras de Cajal tras la muerte de su hija, o la sonrisa un poco triste de Ochoa tan lejos de su España, como tantos emigrantes hoy en día, o la de Grisolía, que pasó más de dos años vigilado por el gobierno estadounidense durante la Caza de Brujas del senador republicano Joseph McCarthy, con amenaza de deportación.

Esas vidas reales, duras, de hombres que no eran perfectos, ni fingían tener vidas envidiables, pero que superaron sus miedos y, con un gran esfuerzo y muchos sinsabores y renuncias, consiguieron mejorar la vida de las personas gracias al conocimiento. Conocimiento que se ha mantenido y actualizado por sus discípulos, algunos no tan brillantes, otros a su misma altura, como Carlos López Otín.

Siempre es una buena ocasión para visitar Valencia, ayudar a recuperar la región de los duros estragos de la última barrancada y descubrir cómo el descubrimiento científico es una cura al dolor mucho más efectiva que el glamour fingido en fotos vacías de contenido y llenas de imposturas, eso que ahora llaman postureo.

A los científicos, como a los viajeros a Ítaca, nos queda el recuerdo de la sorpresa del descubrimiento, de los riesgos asumidos y los pequeños, y en el caso de estas cuatro figuras gloriosas, y los grandes logros alcanzados. Una inspiración sincera que merece la pena.

Como decía Ochoa: “La Ciencia no puede avanzar sin el intercambio de ideas y colaboración entre científicos”. Estas cuatro exposiciones permiten que los científicos del pasado inspiren a los niños que serán científicos del futuro.

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