Dra. Bendala: Mis vivencias con el Nobel Edmond Fischer, un joven centenario lleno de ilusión
Foto: Nobel Prize

El profesor Edmond Fischer nació en primavera, en China, hace 101 años. Pasó su niñez en Ginebra, patria de su madre, y estudió en la Universidad de esa ciudad suiza desde 1939. En una ocasión me comentó que, de niño, soñaba con curar la tuberculosis, una de esas enfermedades que todavía hoy se nos resiste.

Recuerdo sus claros ojos azules, llenos de curiosidad siempre y su amable sonrisa capaz de alegrar a cualquiera, así como su espíritu rebelde y pacífico. Siempre fue increíblemente amable con todo el mundo, cercano, atento e interesado en conocer a los jóvenes que querían hacer Ciencia. Solía burlarse de mi respeto protocolario hacia él, uno de los Premios Nobel que asistía habitualmente a los jurados de los Premios Rey Jaime I, desde que se lo concedieron en 1992 por su descubrimiento de que la fosforilación regulada y reversible de las proteínas era un mecanismo de control de su actividad enzimática; esto es, que el fósforo era la pila que activaba su función y al eliminarlo la proteína dejaba de trabajar.

Hombre de gran cultura y ciudadano del mundo, que frecuentemente visitaba China hasta los últimos años, parecía, como todos los héroes, demasiado ocupado por hacernos amar la Ciencia como para temer a la muerte. Incluso durante la pandemia se mantuvo activo colaborando con las reuniones de los Premios Nobel en Lindau, que organizaba la Condesa Bettina Bernardot, quien también participó un año en los Jurados de los Premios Rey Jaime I.

Imagen tomada por el Nobel Fischer al día siguiente del viaje en autobús, en el que estudiaron el funcionamiento de su aseo. El Nobel Dausset y detrás el profesor Grisolía saludan a los cabezudos que les dieron la bienvenida al Museo. Foto: FVEA

Edmond Fisher era un joven centenario lleno de ilusión, que asesoró desde su inauguración al Museo Príncipe Felipe de las Ciencias en Valencia, subrayando la necesidad de enseñar a los jóvenes que la Ciencia es una aventura impredecible y maravillosa en la que encuentras siempre más preguntas fascinantes y, alguna vez, respuestas asombrosas y conmovedoras.

Me arropó, como ya había hecho con los doctores Federico Pallardó y Guillermo Sáez, en mis primeras ediciones de los Premios Rey Jaime I, siempre insistiendo en que le llamara Eddy, como todos sus estudiantes, cosa que nunca logró y que ahora lamento. “Al final -me decía-, si insistes en ser respetuosa, tienes que serlo al máximo y llamarme berühmtester Herr Professor Fisher”, y se reía. Recuerdo una comida en que compartía mesa junto a él y los también Nobel Harold Kroto, descubridor de los fullerenos, y Gerald Edelman, que analizó la estructura de los anticuerpos.

Comenzamos a hablar de volcanes y terremotos. En eso se incorporó a la mesa el Nobel Murray Gell-Mann, por su descubrimiento de la existencia de los quarks. Me levanté para asegurarme de que estaba cómodo y le expliqué el tema de nuestra conversación. Me miró burlón y espetó: “¿No sabes que es políticamente incorrecto hablar del movimiento de las placas tectónicas en las comidas?”, a lo que el profesor Edelman respondió veloz: “¿Y desde cuándo te preocupa a ti lo que es políticamente correcto?”.

“Ya sabes -replicó Gell-Mann- que no me ha importado nunca, pero ella siempre está preocupada por hacer lo correcto”. Entonces el profesor Fischer, con una enorme sonrisa, replicó: “Murray, es amiga mía”. Y eso nos llevó a todos a volver a nuestra conversación sobre la posibilidad de erupción de la caldera situada en Yellowstone.

Fischer amaba la música, con la misma elegancia que el deporte o la ciencia

Incluso se comentó en prensa que en cierta ocasión, mientras la reunión de los jurados de los Premios Jaime I se celebraban en Castellón, los profesores Fischer y Edelman organizaron un concierto de piano a dos manos en el que los acompañó cantando Magdalena Ernst, la esposa del Nobel Richard Ernst, que también falleció este año. El profesor Fischer amaba la música con la misma elegancia que el deporte o la ciencia.

Guardo miles de recuerdos fascinantes de Edmond Fischer, el hombre y el científico. Ya he contado en otras ocasiones cómo el profesor Santiago Grisolía, el profesor Jean Dausset y él, durante un viaje en autobús desde Alicante a Valencia, se dedicaron a investigar el funcionamiento del aseo en su interior, descubriendo el depósito de agua limpia, el depósito de detritus y cómo funcionaba cada sistema.

La doctora Elena Bendala y el Nobel Fischer en 2003. Foto: FVEA

También he hablado de su faceta de demócrata y libertario. En una ocasión, me comentó lo lamentable que había sido la neutralidad de Suiza en una guerra, la nuestra, en que tenían que haber luchado contra la opresión. Pero esa valentía la mantuvo siempre. El 11 de septiembre de 2001 le llamé para que me ayudara a disuadir al profesor Grisolía de viajar a Nápoles donde ambos debían participar, como cada año, en la reunión sobre biología que organizaba el doctor Giorgio Bernardi en la Estación Biológica Anton Dohrn.

Pensaba que era peligroso que ambos viajaran con sus pasaportes americanos y sus esposas. Edmond Fischer, con su voz pausada y su perpetua amabilidad, me respondió que ese año ambos debían ir más que nunca, por la ciencia y por la libertad. “Si tenemos miedo -apostilló-, ellos ganan”.

Me dicen que murió pacíficamente en su casa de Seattle el pasado 27 de agosto, en la que nos invitó a cenar con su entrañable familia una noche de 2016 a la doctora Pinazo-Durán y a mí, y donde preparó la más exquisita fondue de queso que he comido en mi vida. Cuando las lágrimas y el dolor me han permitido pensar, he llegado a la conclusión de que ha preferido morirse que permanecer para ver la derrota del ejército americano frente a la barbarie talibán y la desprotección en que quedan las mujeres afganas. Él, que siempre nos respetó y defendió nuestros derechos y nos amó tanto que se casó dos veces e incluso tuvo una tercera novia a la que también tuvo que ver morir.

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