La trayectoria profesional de José Manuel Sánchez Ron, académico de la Española (RAE), de la Real de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (RAC) y de la Europea de Ciencias y Artes (AECYA), es tan prolija como llamativa. Merece la pena recordar que el profesor Sánchez Ron es un referente dentro y fuera de España en Historia de la Ciencia. Autor de una importante porción de libros y ensayos, siempre para divulgar el trabajo de protagonistas de excepción, como Albert Einstein, Santiago Ramón y Cajal, Blas Cabrera, entre otros, una de las cualidades del profesor Sánchez Ron, además de su rigor, es que es muy ameno al narrar la historia. Hemos titulado con la libertad, porque es bien sabido que, en Ciencia, es más que imprescindible.
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-Profesor, ¿cuáles son los grandes males que afectan a la Ciencia española?
-En primer lugar, la escasa financiación pública, que revela que los gobiernos no creen en el valor de la Ciencia, aunque desde hace varias décadas no se cansen de decir lo contrario. En segundo lugar, que la industria española parece no necesitar de investigación científica de punta, lo que conlleva que apenas existan en ella puestos de trabajo atractivos para científicos. Una industria abierta a la I+D+i no solo ofrece trabajo sino también plantea problemas interesantes para resolver a los científicos. En mi libro El poder de la Ciencia. Historia socioeconómica de la ciencia de los siglos XIX y XX mostré cómo funcionó, y funciona, tal relación en naciones como Estados Unidos, Alemania o Reino Unido.
-En su ensayo El país de los sueños perdidos afirma, entre otras cosas, que “necesitamos la Ciencia para ser mejores, más libres y estar más informados y no pasar como meros transeúntes por ese azaroso viaje que es la vida”. ¿Puede ampliar esto?
–La Ciencia nos libra de mitos, aunque ello signifique enfrentarnos con crudeza a hechos como los que desvela la teoría de la evolución de las especies de Darwin, o a que somos polvo de estrellas y al polvo cósmico regresaremos. En este sentido, nos ayuda a ser mejores y más libres, a no ser meros transeúntes por ese azaroso viaje que es la vida, aunque no necesariamente nos hace más felices. Semejantes conocimientos, junto a los muchos que han obtenido ciencias como la Física, la Química o la Biología nos permiten, sin duda de ninguna clase, estar mejor informados. Vivimos rodeados en la actualidad de artilugios frutos de la Ciencia y de su hermana -con frecuencia hija-, la Tecnología.
-¿Desde cuándo estamos así?
-Al menos desde finales del siglo XVI. En tiempos de Felipe II, España era una nación destacada en una Ciencia que entonces se distinguía malamente de la técnica. Ello se debió a que se necesitaba de algunas ciencias –Astronomía y Matemáticas, especialmente- para que los pilotos encontrasen el rumbo camino a América. También se necesitaba de las ciencias relaciones con la minería. En mi libro explico que el acceso a la plata –y, en menor medida, oro- americana hizo de España un Imperio de la plata. Y la disponibilidad de, sobre todo, plata, condicionó la política interior y exterior española. Evitó que España tuviera que desarrollar otras formas de generar riqueza. Sus necesidades-compromisos internacionales hicieron que la plata americana fluyera a Europa en cantidades gigantescas, precipitando una revolución en los precios, la cual a su vez influyó de forma decisiva en la transformación de las instituciones sociales y económicas en los dos primeros siglos de la Edad Moderna. Los hermanos Elhuyar, por ejemplo, descubrieron el wolframio mientras trabajaban en la Sociedad Bascongada de Amigos del País, fundada en 1765, favorecidos porque existía un contexto tecnoeconómico en el que se insertaba su trabajo. No debe sorprender, en consecuencia, que el Gobierno español terminase dirigiendo sus carreras a América, en donde la minería constituía materia de Estado.
-En su opinión, ¿hay alguna razón por la que haya menos mujeres investigadoras que hombres en España?
–La situación profesional de las mujeres es producto de siglos en los que se consideraba -los hombres consideraban- que su lugar era el hogar y que sus capacidades intelectuales no las capacitaban para tareas intelectuales y científicas. Esta situación, estas ideas, esta dominación, está cambiando, afortunadamente, pero se necesita tiempo para que se alcance un equilibrio. De hecho, seguramente la situación mejora más rápidamente en la investigación que en otras profesiones como, por ejemplo, en los negocios o en la industria, sobre todo en lo que respecta a los puestos directivos.
-Es conocido que para usted el mejor científico español es Santiago Ramón y Cajal…
-Sin duda, es el único científico, de antes, de su tiempo y de después, que pertenece al selecto club de los grandes de la Ciencia de todos los tiempos. Su teoría neuronal continúa siendo tan válida hoy como cuando la propuso. Y algunos de sus resultados -como la posibilidad de regeneración de las neuronas- se han mostrado correctos. Además, dejó huella en su implicación social (fue presidente de la benemérita Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas) y una magnífica escuela de científicos que, desgraciadamente, no se cuidó después de la Guerra Civil.
-Su último libro contempla la historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, una ventana al conocimiento -como reza el subtítulo- 1939-2014. ¿Tiene sentido que el CSIC siga existiendo con la megaestructura actual?
-Es cierto que se trata de una megaestructura. En mi libro dejo claro que es imposible reconstruir totalmente su historia en un único libro, por muy extenso que sea (y el mío tiene cerca de 600 páginas), que se necesitarían muchos volúmenes. Dirigir y mantener un conjunto de este tipo es muy complicado, entre otras razones porque las necesidades y casuísticas entre distintos campos son diferentes. Creo que sería razonable compartimentarlo, dividirlo en organismos diferentes.
-También acaba de publicar una extensa biografía del físico Blas Cabrera. ¿Por qué lo ha estudiado?
-Porque además de ser el físico más destacado del primer tercio del siglo XX, reconocido internacionalmente (su especialidad fue el magnetismo), aportó mucho al conjunto de la Ciencia y Cultura española. Fue director del mejor laboratorio de Física y Química de la época -el Laboratorio de Investigaciones Físicas y su sucesor, el Instituto Nacional de Física y Química-, en donde trabajaron los mejores físicos y también algunos de los mejores químicos de entonces. Rector de la Universidad de Madrid y de la Universidad Internacional de Verano de Santander, contribuyó a la cultura a través de artículos (por ejemplo, en la Revista del Occidente), libros y conferencias. Para estudiar su biografía y obra he tenido que adentrarme en campos muy diversos.
-La editorial Nørdica acaba de publicar un nuevo libro suyo, La vida de la ciencia y la ciencia de la vida. ¿Puede decirnos algo de él?
-Se trata de una colección de 25 capítulos, bastante breves, con unas bellas ilustraciones de Alberto Gamón, a través de los cuales, encadenados en una secuencia bien pensada que da continuidad al texto, intento presentar algo así como una visión del mundo, mi visión del mundo. Quiero señalar que en este libro he sido particularmente cuidadoso con el estilo literario. He intentado demostrar que se puede escribir sobre Ciencia con un estilo noble y atractivo. Que lo haya conseguido es, claro, otra cosa.
-Por último, ¿cree que la Historia de la Ciencia, en la que usted es un referente dentro y fuera de España, debería ser una asignatura que empezara a explicarse en los colegios?
-Aprender los fundamentos de las ciencias básicas -Matemáticas, Física, Química y Biología- es lo más importante, pero para conseguir una primera visión de la Ciencia, y también de sus logros, para aprender a amarla, la Historia de la Ciencia debería explicarse en los colegios, sí.