El lenguaje de la vida
Marshall Nirenberg y Heinrich Matthaei trabajaron juntos para descifrar el código genético. La investigación resultó en la concesión del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1968. Crédito: Norman MacVicar, fotógrafo de NIH

La ciencia ha demostrado la constancia en todos los seres vivos del lenguaje de la vida, el código genético descifrado por Marshall Nirenberg, J. Heinrich Matthaei, Severo Ochoa, Arthur Kornberg, H. Gobin Khorana, Robert Holley y un elevado grupo de colaboradores de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, que incluyen a la siempre olvidada Maxin Singer y, por supuesto, a Gordon M. Tomkins.

Hoy quiero recordar la historia de este descubrimiento, porque fue un momento de competición entre los jóvenes investigadores del Instituto Nacional de la Salud contra los ya premiados con el Nobel Ochoa y Kornberg. La rebeldía de unos investigadores que, quizá todavía en aquella época, eran considerados menos científicos que quienes, como Ochoa o Grisolía, hacían ciencia desde la Academia.

Siempre me sorprende que un país tan poco amante de la ciencia como lo es España, tenga tan buena opinión de los brillantes investigadores de nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que la merecen con creces, mientras esto no ocurría en Estados Unidos en la época dorada de la ciencia en ese país.

Esa colaboración casi sin precedentes tuvo unas sorprendentes consecuencias, el rápido descifrado del código genético que, en nuestro planeta, es la lengua de toda la vida. Pero me interesa incluso más el espíritu de colaboración que se creó por unos meses en el Instituto Nacional de la Salud.

Ese ejemplo debiera servirnos de base en el hacer frente a la lucha contra el cambio climático y a muchos otros retos que arriesgan nuestra supervivencia como especie. Ese espíritu fue tan notable que el Dr. Dewitt Stetten Jr., entonces director del Instituto Nacional de la Salud, lo definió como “el mejor momento del Instituto Nacional de la Salud”.

Voy a tratar de reconstruir unos hechos que me fueron referidos como retazos por algunos de los autores y que seguro resultan apasionantes.

ADN y la información para formar proteínas

Durante la primavera de 1961, Severo Ochoa y Arthur Kornberg le habían comentado a su común amigo Santiago Grisolía que estaban trabajando en descifrar cómo el ADN transmitía la información para formar proteínas. Grisolía pensó que era un tema fascinante, pero que resultaría complicado porque, según el Dr. Ochoa, tres codones del ADN se necesitaban para significar un aminoácido y el código estaba corrupto, es decir, varias de esas combinaciones de bases significaban lo mismo.

Cuando ese agosto D. Santiago participaba en el Congreso de Bioquímica que se celebraba en Moscú, oyó la conferencia de Nirenberg, que en ese momento apenas tenía un pequeño grupo de personas escuchándola, y llamó a Ochoa para contarle que Nirenberg estaba trabajando en lo mismo y acababa de presentar los primeros resultados. Me imagino esa conferencia, con los medios de entonces, desde un hotel, con una centralita controlada por una persona que hablaba ruso…

D. Santiago sabía que no había tiempo que perder porque, en la reducida audiencia se encontraba Francis Crick, quien inmediatamente difundió los resultados de Nirenberg entre los asistentes y convirtió al joven investigador en la estrella del Congreso.

De alguna manera, Niremberg y Matthaei supieron que Ochoa estaba trabajando en lo mismo y volvieron desanimados al laboratorio. Estoy segura de que D. Santiago no se lo dijo, pero alguien más que lo sabía lo dijo, o alguien escuchó la conferencia internacional.

Los dos jóvenes sabían que no podían competir con dos premios Nobel, aunque lo cierto es que creían que los medios de los que ambos disponían eran mucho mayores que los reales. D. Severo nunca tuvo un gran laboratorio con un elevado número de becarios, porque sus discípulos aseguran que disfrutaban dispensándoles una gran atención. Pero allí estaba ese genio olvidado que fue Gordon M Tomkins, de quien conozco el increíble talento y la enorme pasión por su discípulo Avram Hershko, premio Nobel por su descubrimiento de la función de la ubicuitina en la degradación de proteínas.

Al conocer el problema, Tomkins movilizó a todos los investigadores del centro para que trabajaran en el proyecto por turnos los siete días de la semana. Nieremberg revisaba los resultados por las noches y sacaba las conclusiones de los datos para diseñar los experimentos del día siguiente. Todos trabajaron unidos y consiguieron identificar más tripletes que Ochoa y Khorana, aunque Ochoa y Kornberg contribuyeron con mayor número de datos que Khorana, pero eso no les valió un segundo Nobel.

Me consta que, aunque participaba en el proyecto desde el principio, pues la primera molécula para el estudio del código genético la desarrollaron ella y Leon Heppel, Maxine Singer decidió no firmar el artículo, probablemente para no enfrentarse a Ochoa y Kornberg, y porque no era su línea principal de investigación.

Niremberg me confesó en una visita a Valencia que la negativa de Maxine a firmar les sorprendió a todos y que Tomkins le advirtió que estaba renunciando a un Premio Nobel. Por lo poco que sé de ella, no creo que eso le importe.

Según me contaron, Tomkins no participó directamente en los experimentos, él estaba con sus hormonas, pero generó el entusiasmo necesario para que los demás participaran. Tomkins falleció de un tumor cerebral en 1975, pero Maxine Singer, a sus más de noventa años, sigue viva. Colaboró en ese 1975 en la reunión de Asilomar donde se asentaron las bases de la genética. Por fin, en 2002, la revista americana Discover, reconoció su ingente labor al considerarla una de las 50 mujeres más relevantes en ciencia.

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