Soy médico de pueblo, de los de antes. De los que viven y trabajan en el mismo pueblo conviviendo con los pacientes, siempre a mano. Mi padre era comerciante, le llamaban el perragorda y ese apodo lo heredamos los hijos; yo soy el perragorda médico. Llevo 40 años de ejercicio, siempre en pueblos. En los pueblos tenemos muchos menos medios que en los hospitales, pero cubrimos esa incertidumbre con el gran conocimiento que tenemos del paciente, no hay dos iguales; eso nos da un margen de seguridad. Ante la duda, doy prioridad a lo que veo en el paciente respecto a lo que marca el protocolo. Receto pocos medicamentos pero insisto mucho en cuidar la alimentación, el sueño, los paseos y la afectividad de los pacientes, sin olvidar la sexualidad, con lo que suelen estar de acuerdo.
He trabajado durante toda la pandemia, acumulando dos cupos durante seis meses pero manteniendo siempre la consulta abierta, atendiendo presencialmente a todos los pacientes todos los días, sin necesidad de cita previa. Había mucha incertidumbre al principio y mucho miedo. Siempre trataba de tranquilizar a los pacientes, pero no era una tarea fácil.
En especial con los de la residencia de ancianos. En mi pueblo de Carpio del Tajo, tenemos una residencia municipal con 71 plazas, de los que me hacía cargo. Es antigua y no tiene lujos. Antes de la pandemia, los pacientes vivían bien atendidos y seguían haciendo sus vidas, saliendo a sus casas, a sus huertas, a tomar el Sol en la plaza…Siempre he respetado mucho a los mayores porque sé que de su esfuerzo salieron las comodidades que tengo actualmente y al hacerme abuelo me identificaba cada día más con ellos.
Con el cierre de las residencias, sufrieron mucho. Al principio lo aceptaron por el miedo y la alarma social, pero pronto empezaron a angustiarse. Se deterioraron mucho física y mentalmente. Todos pasaron la enfermedad pronto, en abril. Les hicimos análisis en dos ocasiones para confirmarlo. La mayoría no se enteró; murieron dos, como en todos los inviernos. Empezaron a sentirse abandonados porque los demás, los propios cuidadores que les atendían, podían normalizar sus vidas tras pasar la enfermedad y ellos seguían encerrados.
A mí me dolía porque eso no tiene lógica médica ni social. Me decían que se sentían peor que en una cárcel porque los presos tenían un castigo por sus faltas pero ellos no habían cometido falta alguna. Trataba de alegrarles, pero cada día que salía de la residencia me sentía dolorido. Sabía que les quedaba poco tiempo de vida y les estaban robando la vida a ese poco tiempo.
Con el verano, los ánimos mejoraron porque permitían una hora de visita semanal, pero en septiembre volvieron a encerrarlos. A mi vuelta de vacaciones atiendo a Ponchito que se me echa a llorar. Es una mole de camionero jubilado, bruto pero bueno y tan sensible como un flan. Los síntomas eran confusos. Al preguntarle me cuenta que no aguanta más, que cree que de la residencia solo le van a dejar salir en un ataúd. Podría haberle recetado unas pastillas, sin implicarme más, pero eso le hubiera causado más daño. Le miré a la cara y le dije que haría todo lo posible para que los dejaran salir. Se le curaron sus males inmediatamente, recuperó la esperanza y la sonrisa y, aunque yo no consiguiera mucho luego, siempre vi en su cara esa sonrisa de agradecimiento. En su cara y en la de otros pacientes, porque las enfermeras me comentaron que otros muchos estaban en la misma situación. Se sentían abandonados, ignorados. Escribí al Ayuntamiento para que me ayudaran, pero me contestaron que hiciera yo lo que quisiera, pero que ellos no iban a hacer nada. Eran las normas.
Estoy en un grupo especial y variopinto de profesionales llamado SIAP, donde no hay laboratorios farmacéuticos y sí participan enfermeros, profesores y cualquier otro interesado en temas de salud. Me dieron el apoyo y el ánimo necesario para seguir adelante. Escribí al juez, al fiscal y a la Consejería de Sanidad. He de reconocer que solo conseguí la enemistad del Ayuntamiento, pero me compensa porque cuando iba a la residencia lo hacía con la conciencia tranquila, mirando a la cara a los pacientes y viendo su respeto y agradecimiento por mi esfuerzo.
Han pasado dos años y las fuerzas se van agotando; sigue la alarma social casi continua y siguen las continuas contradicciones de pautas y protocolos, sin lógica clínica, que terminan por confundirle a uno. Lo de las vacunas es un caos, peor con los niños. Ya no entiendo lo que tengo que hacer. He visto morir a muchos pacientes sin que los familiares pudieran acompañarlos. No entiendo cómo puede ser esto; somos seis hermanos y mi padre murió durante la pandemia. Solo dejaban tres asistentes; no hicimos caso, no tuvimos dudas. He visto a padres en la residencia que no han podido salir a enterrar a su hija; no soy capaz de imaginarme lo que es eso. Ellos nunca lo pudieron superar. Veo familias distanciadas anhelando estar juntas. La propia sociedad se ha descoyuntado hasta el punto en que se desconfía del vecino y los niños se convierten en un peligro.
Así que cogí la jubilación anticipada hace un mes. Nunca pensé irme de esta manera. Cuando elegí ser médico, de joven, tenía el modelo de Agustín, el médico de mi pueblo que se mantuvo activo mientras le dejaron. Yo llevaba 28 años ya ocupando su plaza y también pensaba seguir cuidando a los pacientes mientras pudiera. Tengo una finca en Losar y suelo estar aquí porque me alivia el distanciarme del miedo y la confusión que he vivido. Quiero olvidarme de las caras enmascaradas, que me muestran miedo y muerte, y volver a ver a las personas como a seres con los que comparto la vida, en una sociedad que recupere su cohesión y humanidad.